Fue la rudeza de la intemperie la que llamó al ser humano a entrar con sus pares en cuevas, a hacer fuego buscando calor y protección, a dibujar los míticos toros en Altamira decorando aquella piedra y trayendo consigo la primigenia noción del hogar. La casa, en su evolución, ha sido objeto de un millar de interpretaciones, todas ligadas al corazón de los hombres, su cultura y su tiempo. Desde las viviendas palafíticas en el pacífico hasta la casa de la cascada de Wright en Pensilvania. Desde las viviendas indígenas en la Sierra Nevada -localizadas en pequeñas terrazas- hasta las casas modernas en las estribaciones de los cerros orientales bogotanos, todas, sin excepción, en mayor o menor medida, han sido la búsqueda por responder a la incesante necesidad de protección y adaptación a la naturaleza, en donde además, pueda la vida privada transcurrir con dignidad, como baluarte necesario a la noción pública que implica el vivir en sociedad.
La casa es también el reducto de los primeros recuerdos: el rinconcito en el que los niños jugaban y les parecía un lugar gigante, o la cocina y sus olores cuando hacían arroz con leche o melcochas, o la calidez inigualable de la cama de los padres. La casa es el lugar al que se vuelve una y otra vez en recuerdos y nos trae consigo parte de su espacialidad y las vivencias depositadas allí, lo que nos devuelve a lo importante, a la noción del paso del tiempo y su imbricada relación con lo que construimos.
Si todos jugamos, dormimos, comemos y amamos en un entorno construido (residencial en su mayoría, pues la mayor parte de las ciudades son viviendas) ¿por qué prestamos tan poca atención a lo omnipresente, a lo que tanto nos afecta? Hoy el debate sobre la vivienda más urgente, la vivienda social, ni siquiera está sobre la mesa. Hoy es usual que los gobernantes presenten proyectos de vivienda VIS y VIP (si es que lo hacen y no sólo se dedican a pintar barrios pobres de colores) en donde el énfasis está puesto en la cantidad y nunca en la calidad. Diez, veinte, treinta mil viviendas se convierten en promesas, pero no se habla de cómo serían, o qué modelo de ciudad se persigue con su construcción. Lo usual es repetir incesantemente una diminuta célula de vivienda localizada en un suelo residual (de bajo costo) a las afueras de los municipios, sin transporte, sin equipamientos, con dificultades de prestación de servicios; en resumen, viviendas sin ciudad en donde salir de la pobreza es mucho más difícil. Las cifras de los políticos son descaradamente proporcionales a su incapacidad de planificar soluciones dignas. En este sentido, los cimientos de la vivienda necesaria para la construcción de la ciudad, están hoy fundados sobre ignorancia y ambición más que sobre el debate urbano, arquitectónico y social que se necesita para construir, entre todos, un modelo de ciudad digno de vivir.
Alejandro Ordóñez Ortiz
* Artículo publicado para el espacio de opinión de la Fundación Participar en el Diario El Frente / 24 de Enero de 2020