El coronavirus se ha encargado de demostrar, una vez más, la incapacidad histórica de los gobiernos en políticas y gestión de la vivienda social. Miles de personas hoy están recluidas en cuarentena obligatoria en espacios que no se pueden considerar propiamente como “viviendas”. Son construcciones localizadas en suelos residuales, hechas durante años con un esfuerzo apoyado en ingresos esporádicos y materiales producto del reciclaje: paredes de tabla y lonas, pisos de tierra pisada, algunos ladrillos producto de demoliciones, techos con plástico o tejas de zinc con piedras encima “para que no salgan volando” y servicios públicos malos o ausentes. Construcciones unas tras otras, en las que el hacinamiento, la insalubridad y la ausencia de oportunidades han sido una constante. Todo esto hace parte de la terrible y dramática situación de quienes habitan en asentamientos y barrios precarios.
Para el año 2012, un estudio realizado por la fundación Citu Experiencia Local, demostró que el porcentaje de la población del AMB en estas condiciones era nada menos que del 28%. Además, que muchos de estos lugares se encuentran en zonas afectadas por serias amenazas naturales como deslizamientos e inundaciones, tal como vimos hace poco en la vía Piedecuesta-Curos y, muy probablemente, se verá a futuro en el Río de Oro (como pasó en el 2005). El refrán “tras de cotudos con paperas” se hace presente en el advenimiento de la COVID-19, que ataca, con mucho más rigor e injusticia, a las comunidades más pobres, más olvidadas, más robadas por la corrupción y más engañadas por la demagogia frente al sensible tema de la vivienda social.
¿Cómo será pasar una cuarentena en un lugar sin agua, o en un espacio reducido, bajo un calor abrasador por la ausencia de ventilación natural, o con una cubierta en teja metálica en este clima cálido? ¿Cómo será no sólo temer al virus, sino sospechar que el río, o el sismo, o el deslizamiento pueden acabar con la vida de todos sus seres queridos? Tal es el drama de quienes viven allí y tal es la sordera de los gobiernos frente a esta dura realidad, que hoy, a falta de proyectos y soluciones pertinentes, invierten recursos en pintar las “fachadas” de estos entornos precarios con colores llamativos. A semejante exabrupto ético suelen bautizarlo como “urbanismo táctico” u otros términos distractores para edulcorar la realidad. La falta de empatía histórica y la incapacidad gubernamental para dar solución a problemáticas que a la postre condenan vidas, también son como un virus mortal.
* Artículo publicado para el espacio de opinión de la Fundación Participar en el Diario El Frente